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PRINCIPALES VICTORIAS

  • París-Roubaix: 1901, 1902
  • Burdeos-París: 1894, 1901

LUCIEN LESNA (1863 - 1932)

  •    19 de mayo de 1902. Lucien Lesna, vencedor de la única edición que se disputó de la Marsella-París, escribe sus impresiones para el semanario “La vie au grand air” tras recorrer los 930 kilómetros en 39 horas y 13 minutos, a una media de 23 kilómetros por hora:

     

       “Yo había soñado con una nueva París-Brest-París, donde fui devastado por el calor, pero me he encontrado con una reedición de la París-Roubaix, aunque peor y más larga. Lluvia, barro, un mortero infecto que, a cada pedalada, salpica tu rostro con gotas pegajosas… La sensación de los pesados maillots, como raídos por el engrudo, y el penoso sentimiento real de atravesar continuamente un pantano… Ese desagradable pensamiento que me ha acompañado es lo que me queda como impresión de la larga carrera que vengo de terminar, por encima del deseo, de mi voluntad de llegar, de llegar rápidamente. Hablando de velocidad, tuve que hacer parte del camino a pie, bajo el aguacero, a través de charcos de agua y de piedras, no había manera de hacerlo de otra manera, y he llegado a desear ir sobre pavés pringosos, pero sobre los cuales al menos estás mejor posicionado que sobre los surcos empapados. ¡A pie! Como un amateur ensuciado que, un domingo de lluvia, vuelve a la estación de Versalles de donde se ha alejado con temor. Nunca había visto algo parecido... El mistral o la lluvia torrencial, la lluvia torrencial o el mistral, a elegir. Y a menudo ambos a la vez. ¡Después de Mâcon ha sido la locura! ¡El diluvio!

     

       Mis acompañantes no me han abandonado, y eso ha sido mi fuerza. Por muy valiente que seas, si no estás animado continuamente, pruebas tan largas son duras; pero si tienes a alguien a tu lado, cuando ves a tanta gente en los controles, siempre activo, la voluntad de avanzar no disminuye, al contrario… Se empuja siempre, y yo he empujado muy fuerte; mis acompañantes se han quedado incluso un poco asombrados, creo yo. Mi pequeño camarada Simar no se lo creía cuando le decía que avanzásemos; lo ha hecho muy bien, como Brécy, Trousselier, Guignard, Wattelier, Poupart, Pichegru, todo un equipo que ha sido fiel, y Fossier, quien, en la salida de Marsella, me ha hecho el mismo servicio que Gougoltz el año pasado en la salida de la París-Brest, llevando un ritmo fantástico, con el que pude descolgar a Fisher tras treinta kilómetros.

     

       Y como colofón, las caídas, la primera con Chevallier casi después de la salida. Chevallier ha desaparecido súbitamente y me han dicho que, aturdido, ha tomado el sentido contrario creyendo perseguirme y dejarme atrás. Gracias a Dios yo no me he equivocado de camino. Una piedra también me ha hecho voltear, entre Arles y Tarascon, terminando con mi mano ensangrentada… Neumáticos pinchados, bicicletas heteróclitas que agarro al azar y que se deforman al mínimo esfuerzo; todos esos inconvenientes de la carretera a los que uno acaba acostumbrándose a fuerza de sufrirlos.

     

       Pero lo que no he conseguido digerir es la ausencia de Garin. Yo no lo habría creído enfermo, habría pensado que tenía miedo. Hoy era el día, pero no veremos nada porque yo no disputaré la Burdeos-París. Yo le habría deparado una buena salida y una bonita carrera. Reflexionando sobre ello, pienso que quizás hubiéramos confraternizado bajo el chaparrón y que la pelea sólo se habría producido en el Parque de los Príncipes. Realmente el clima era espantoso. Yo pensaba continuamente en su ausencia, no podía pensar en algo diferente. Iba retrasado sobre mi tabla de previsiones, en lugar de ir por delante.  Al menos he probado mi resistencia contra el barro, pero hubiera preferido algo más deportivo. Y no es que el barro sea una novedad para mí. Después de la Burdeos-París de 1894, después de la París-Roubaix, podría decirse que sé lo que es una mala ruta, pero todo eso no es más que agua de rosas en comparación a la Marsella-París. Si tendría que volver a hacerlo, creo que tendría muchas dudas. Y dudaría porque, además de la fatiga, además del horror de la lluvia que te atraviesa y del barro que chorrea, se ha añadido esa impresión que no había tenido en la París-Brest, y es esa sensación de estar a merced de un accidente, de un estúpido pinchazo, de que un guijarro idiota se meta en un piñón y te rompa la cadena. En la París-Brest sentíamos con nosotros que los coches nos acompañaban. Sentías detrás de ti todo el arsenal de bicicletas de recambio, sentías a los acompañantes totalmente frescos, a los reconfortantes muslos de pollo, al zumo refrescante, a la esponja amiga o al excitante champagne. Sólo el hecho de saber que estaban ahí te daba más confianza en ti mismo. Aquí, nada: para evitar un mal, caes en uno peor…

     

       He rodado bajo la dirección de mi mánager Calais, un buen diablo al que me encontraba en todas las etapas; debo añadir que él hacía el camino en ferrocarril. He rodado, me he empapado, he ganado… Pero debo decir que, cuando he girado sobre el cemento de Auteuil, cuando he tenido el ramo entre mis manos, era hora de que esto se acabase. He sido feliz por salir victorioso de una de las más grandes pruebas en ruta que jamás se han celebrado. Pero, a pesar de todo, mi felicidad no es completa porque mi actuación se ha realizado bajo unas irregulares condiciones de temperatura y competencia. Me queda la satisfacción de haber salido honorablemente victorioso de unas dificultades que raramente se han sufrido durante un lapso de tiempo tan largo. ¡Los árboles de la ruta me han escuchado maldecir!

     

       Desde la salida hasta la meta he sentido que la Marsella-París había suscitado un movimiento deportivo considerable. En Marsella todas las sociedades ciclistas estaban de pie para acompañarnos bajo la luz de las linternas. Música y alegría por todas partes, en Avignon, en Lyon, en Mâcon, en Dijon… Durante la noche, durante el día, he atravesado los controles rodeado de una multitud radiante. ¿Por qué no ha salido bien? La Marsella-París podría haber sido el evento ciclista más grande del año. Al menos estimo haber probado una vez más, llegando en buen estado, casi intacto físicamente y mentalmente, que las largas pruebas sobre ruta no están por encima de la fuerza humana, ya que, en suma, llegamos a sobrepasar todas las dificultades que provienen de la longitud y de la dificultad del trayecto, además de todas las desgracias imprevistas que se van añadiendo.”

     

       El segundo clasificado, Muller, llegó a más de siete horas de Lucien Lesna, que parecía tan fresco como cuando ganó la Burdeos-París en 1894. No contento con las dos vueltas reglamentarias a la pista, Lesna dio una tercera vuelta sobre una florida bicicleta que se había preparado para él, al mismo tiempo que le entregaron un ramo de flores con los colores americanos.

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